jueves, 11 de junio de 2020

El bucle

El bucle


Aurelio Pizarro
Por Aurelio Pizarro

Una de las experiencias más aleccionadoras que he tenido en mi vida, me sucedió en un viaje que hice a Ginebra con unos amigos españoles y latinoamericanos, allá por el año 2001. Creo que fue un chileno o un panameño, quien descubrió que las maquinitas expendedoras de dulces y de periódicos —a pesar de que tenían a un lado el cajoncito en el que se inserta el dinero— funcionaban sin necesidad de que se introdujera en la ranura un billete o una moneda: la portezuela estaba libre y dicho cajón era un simple recipiente externo que no ejercía control alguno sobre ella. Advertimos que a ningún suizo se le ocurría tomar su periódico sin introducir el importe respectivo; recuperando, cuando era el caso, la suma exacta que le correspondía como vueltas. A nosotros, sin embargo —a esa raza latina, devoradora de hembras y hecha de hombres de pelo en pecho— se nos disparó de inmediato un fusible interior y removió algo en nuestras tripas que dejó en evidencia la realidad de nuestra condición desaforada; sobre todo cuando descubrimos que había un dispensador de cervezas que operaba haciendo uso de ese mismo mecanismo. No lo pudimos evitar; fue una explosión de adrenalina que nos puso a temblar de emoción y que nos hizo sentir más excitados que si estuviéramos al mando de un Ferrari o de un Maserati. En ese instante pasaron por mi mente casi quinientos años de historia de los que no pude deslindar la imagen de Cortés o de Nuño de Guzmán, peleándose por el oro indígena que, vaya a saber Dios por qué, habían decidido que les pertenecía. Allí estábamos también nosotros, tantos años después, haciendo honor a aquella herencia, tomando varias cervezas que valían siete u ocho francos suizos y metiendo un billete de a franco para evitar las suspicacias de los ginebrinos que nos miraban desde la distancia.

En ese momento vislumbré la razón por la cual los países latinos se hallaban entre los más corruptos del mundo.Y lo somos porque no hemos sabido desprendernos de esa herencia, porque la seguimos manteniendo dentro de los oscuros estándares de nuestras vidas; más todavía los colombianos, quienes nos jactamos de ejecutarla e, incluso aun, de promoverla. Es ese bucle —ese tornillo sin fin— la razón por la que no logramos mover de su eje a nuestros nefastos gobernantes: siempre que sigamos defendiendo que “A papaya puesta, papaya partida”, no tendremos el valor moral para tomar las riendas de nuestro propio destino. Así, mientras creemos que hemos sacado ventaja porque tumbamos al que nos compra los aguacates o por echarle agua al refresco de avena que vendemos en la esquina, el sector financiero nos desangra cobrándonos hasta las pisadas, las empresas de servicios públicos nos facturan por vatios o litros que no hemos consumido, las EPS hacen la vista gorda ante eventualidades de vida o muerte y los políticos siguen esquilmando las arcas públicas mucho tiempo después de habernos pagado por ese voto que vendimos creyendo hacer el negocio de nuestras vidas. Es por ello que me aventuro a conjeturar que mantener en vilo esa adrenalina, es tal vez la peor de las formas de darle alas a los que sí conducen Maseratis comprados con nuestros impuestos. Aquella tarde, en Ginebra, después de “tumbar” a los suizos, nos fuimos arrepentidos al hotel y empezamos a hablar del asunto. Al cabo de una larga discusión, extrajimos esta vergonzosa conclusión que durante tantos años me ha perseguido. Uno de ellos me propuso que escribiera, a partir de ella, algún ensayo o un artículo. Yo guardé siempre la esperanza de que un cambio en nuestra forma de ver el mundo nos permitiera romper el bucle, y que me concediera a mí la gracia de que todo aquello se quedara en una mera travesura. Hoy, sin embargo, viendo lo que está pasando —sobre todo a tenor de que la rapiña no cesa ni siquiera bajo el apocalipsis de la pandemia—, he revisado aquella propuesta y he llegado a la conclusión de que quizás aquel amigo sí que tenía razón. Tal vez lo mejor es que me siente ante el computador y empiece de una buena vez a escribir el bendito artículo. He decidido que eso haré, y lo empezaré confesando una vergüenza que a cualquier colombiano le va a parecer estúpida: “Una de las experiencias más aleccionadoras que he tenido en mi vida, me sucedió en un viaje que hice a Ginebra, con unos amigos españoles y latinoamericanos…”.

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