miércoles, 11 de noviembre de 2020

viernes, 12 de junio de 2020

En relación con el artículo Desayuno en Tiffany & Co – Bogotá, de Jaime Luis Charris

En relación con el artículo Desayuno en Tiffany & Co–Bogotá, de Jaime Luis Charris 

                     Por Aurelio Pizarro 

   Cuando la semana pasada leí en el artículo que el escritor tomasino, Jaime Luis Charris escribió para la revista Nova et Vetera, de la Universidad del Rosario, una frase que el novelista español Santiago Posteguillo pronunció en agosto de 2017 en el lanzamiento de su libro El séptimo círculo del infierno-escritores malditos, escritoras olvidadas, y en el que se refiere a la “única e irrepetible sensación de leer por primera vez ciertas obras literarias”, hubo algo dentro de mí que me quedó haciendo roce como con los pelillos de una oruga. Sabía que la frase la había escuchado antes y eso se me hizo raro porque no he leído nada de Posteguillo, ni siquiera en algún artículo de prensa. Me di a la tarea de buscar el texto en el que pudiera figurar aquella frase, pero por más que revisé y volví a revisar escritos que tuvieran que ver con ese tema, no pude dar con nada a lo largo de toda la semana. 
    Pero ya se sabe que los atajos de la memoria son inextricables y ayer por la tarde, revisando un viejo DVD sobre la vida de Miles Davis —y sobre la historia del Jazz en general—, me topé con un pasaje que nada tiene que ver con el tema y en el que ni siquiera se habla de literatura, pero que me hizo recordar con envidiable precisión dónde había leído aquella frase. O mejor dicho, dónde la había escuchado, porque en realidad no la había leído sino que se la había oído decir en una entrevista a James Patterson, el famoso escritor de novelas de misterio. El asunto se hubiera quedado ahí de no haber sido porque ese transitorio olvido mío retrasó el comentario que tenía preparado para el interesantísimo artículo de Jaime Luis y porque caí en la cuenta de que la apreciación de Patterson es muy superior a la que hizo en su momento Posteguillo. Y la cosa está en que Patterson hace su análisis a propósito de una charla sobre la amnesia. Dice que detrás de la desgracia del olvido puede ocultarse el placer del deslumbramiento, de esa sensación de plenitud que sólo nos producen las cosas a las que a pesar de que nos enfrentamos por primera vez, parece que ya trajéramos dentro. “Ah”, termina exclamando el viejo Patterson para cerrar su disertación, “lo que diera yo por poder leer por primera vez El barril de amontillado”. No quiero poner en tela de juicio, por supuesto, la originalidad de la frase de Posteguillo, pero cuento esta anécdota por dos razones: la primera es porque el contexto de Patterson me parece mucho mejor y la segunda porque el artículo de Jaime Luis está tan bien escrito que lo había planeado decir yo sobre él, hubiera resultado redundante. 
    Comparto aquí con ustedes el excelente artículo de Jaime Luis Charris que, sin duda alguna, merece ser leído por primera vez… nuevamente. 


jueves, 11 de junio de 2020

Volver al pasado

Volver al pasado


Aurelio Pizarro
Por. Aurelio Pizarro

        Así como manejamos la idea de que el tiempo fluye en una dirección precisa y recta —hacia adelante—, de esa misma manera creemos que el comportamiento humano va evolucionando poco a poco. Miramos hacia ese pasado que imaginamos detrás y empezamos a convencernos de que con el transcurrir de los años vamos conquistando conductas que nos alejan de la caverna, formas de proceder que van aumentando la distancia que pensamos que existe entre nosotros y el resto de animales. Nos horrorizamos, por ejemplo, al recordar la época de la esclavitud, el inicio de las sangrientas guerras civiles en Colombia o las imaginativas crueldades de los nazis, y esos cinco minutos de asco nos bastan para sentirnos redimidos, completamente ajenos a los bárbaros seres que incurrieron en aquellos remotos desmanes. Es esa nuestra fórmula contra el espanto: cerrar los ojos y seguir tirando hacia adelante. Y en cuanto al concepto del tiempo está bien que lo hagamos así, porque si abrimos lo ojos nos topamos con teorías para todos los gustos, desde la de Heráclito que sentenció que todo a nuestro alrededor se encontraba en un estado de constante fluir, hasta la de la mecánica cuántica que plantea que el tiempo es estático y la sensación de su flujo no es más que una mera abstracción de nuestra mente. De manera que en ese caso lo mejor es seguir haciendo lo que hemos hecho desde niños: pensar que existe un pasado, un presente y un futuro. Al menos para no sucumbir a la locura; bien decía San Agustín: “¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Si me lo preguntan, no tengo ni idea”.

        En lo que respecta a la evolución del comportamiento humano, sin embargo, ahí sí creo que nadie tenga dudas: no hemos avanzado ni un milímetro. Y es que a la mezquina propuesta que Felipe VI le hizo hace unos días a la aristocracia española y que nos devolvió de un plumazo a la mismísima Edad Media —donar leche y aceite de oliva para acallar el descontento del pueblo raso—, se le une ahora el caso de George Floyd, el afroamericano que acaba de morir a manos de cuatro policías blancos en Estados Unidos. Bueno, a decir verdad, se trata de tres policías blancos y uno chino, pero para el caso es lo mismo porque no quiero referirme al hecho en sí, que bastante tinta ha derramado ya sobre las pantallas virtuales del mundo. A lo que quiero hacer referencia es a nuestro inmovilismo, a esa patética incapacidad de avanzar como especie en nuestro proceso evolutivo. Ni siquiera quiero arremeter contra los policías que también son víctimas, unas tristes piezas más de un engranaje diabólico que no nos da tregua. Es el engranaje de nuestros propios instintos, de ese tenebroso germen de la autodestrucción que acaso nos hubiera sido inoculado desde nuestros inicios. Y sí, claro que son víctimas. Víctimas de este neofascismo en el que nadie gana. Víctimas de una sociedad que los adoctrinó para odiar al negro y para ascender en una escala de poder que ni siquiera existe. No nos hemos movido ni un milímetro y mientras no lo hagamos todos seremos víctimas. Incluido Felipe VI que no es más que un pobre actor obligado a interpretar ese mismo papel —regalar aceite de oliva, miel, leche— que desde principios del siglo XVIII viene repitiendo su familia  Por supuesto, también lo es Colombia, este peripatético país en el que de mejor manera se demuestra que, en realidad, el tiempo si es estático porque nos hemos quedado anclados en este eterno periodo de nuestra historia que tiene a bien llamarse la Patria Boba.

El bucle

El bucle


Aurelio Pizarro
Por Aurelio Pizarro

Una de las experiencias más aleccionadoras que he tenido en mi vida, me sucedió en un viaje que hice a Ginebra con unos amigos españoles y latinoamericanos, allá por el año 2001. Creo que fue un chileno o un panameño, quien descubrió que las maquinitas expendedoras de dulces y de periódicos —a pesar de que tenían a un lado el cajoncito en el que se inserta el dinero— funcionaban sin necesidad de que se introdujera en la ranura un billete o una moneda: la portezuela estaba libre y dicho cajón era un simple recipiente externo que no ejercía control alguno sobre ella. Advertimos que a ningún suizo se le ocurría tomar su periódico sin introducir el importe respectivo; recuperando, cuando era el caso, la suma exacta que le correspondía como vueltas. A nosotros, sin embargo —a esa raza latina, devoradora de hembras y hecha de hombres de pelo en pecho— se nos disparó de inmediato un fusible interior y removió algo en nuestras tripas que dejó en evidencia la realidad de nuestra condición desaforada; sobre todo cuando descubrimos que había un dispensador de cervezas que operaba haciendo uso de ese mismo mecanismo. No lo pudimos evitar; fue una explosión de adrenalina que nos puso a temblar de emoción y que nos hizo sentir más excitados que si estuviéramos al mando de un Ferrari o de un Maserati. En ese instante pasaron por mi mente casi quinientos años de historia de los que no pude deslindar la imagen de Cortés o de Nuño de Guzmán, peleándose por el oro indígena que, vaya a saber Dios por qué, habían decidido que les pertenecía. Allí estábamos también nosotros, tantos años después, haciendo honor a aquella herencia, tomando varias cervezas que valían siete u ocho francos suizos y metiendo un billete de a franco para evitar las suspicacias de los ginebrinos que nos miraban desde la distancia.

En ese momento vislumbré la razón por la cual los países latinos se hallaban entre los más corruptos del mundo.Y lo somos porque no hemos sabido desprendernos de esa herencia, porque la seguimos manteniendo dentro de los oscuros estándares de nuestras vidas; más todavía los colombianos, quienes nos jactamos de ejecutarla e, incluso aun, de promoverla. Es ese bucle —ese tornillo sin fin— la razón por la que no logramos mover de su eje a nuestros nefastos gobernantes: siempre que sigamos defendiendo que “A papaya puesta, papaya partida”, no tendremos el valor moral para tomar las riendas de nuestro propio destino. Así, mientras creemos que hemos sacado ventaja porque tumbamos al que nos compra los aguacates o por echarle agua al refresco de avena que vendemos en la esquina, el sector financiero nos desangra cobrándonos hasta las pisadas, las empresas de servicios públicos nos facturan por vatios o litros que no hemos consumido, las EPS hacen la vista gorda ante eventualidades de vida o muerte y los políticos siguen esquilmando las arcas públicas mucho tiempo después de habernos pagado por ese voto que vendimos creyendo hacer el negocio de nuestras vidas. Es por ello que me aventuro a conjeturar que mantener en vilo esa adrenalina, es tal vez la peor de las formas de darle alas a los que sí conducen Maseratis comprados con nuestros impuestos. Aquella tarde, en Ginebra, después de “tumbar” a los suizos, nos fuimos arrepentidos al hotel y empezamos a hablar del asunto. Al cabo de una larga discusión, extrajimos esta vergonzosa conclusión que durante tantos años me ha perseguido. Uno de ellos me propuso que escribiera, a partir de ella, algún ensayo o un artículo. Yo guardé siempre la esperanza de que un cambio en nuestra forma de ver el mundo nos permitiera romper el bucle, y que me concediera a mí la gracia de que todo aquello se quedara en una mera travesura. Hoy, sin embargo, viendo lo que está pasando —sobre todo a tenor de que la rapiña no cesa ni siquiera bajo el apocalipsis de la pandemia—, he revisado aquella propuesta y he llegado a la conclusión de que quizás aquel amigo sí que tenía razón. Tal vez lo mejor es que me siente ante el computador y empiece de una buena vez a escribir el bendito artículo. He decidido que eso haré, y lo empezaré confesando una vergüenza que a cualquier colombiano le va a parecer estúpida: “Una de las experiencias más aleccionadoras que he tenido en mi vida, me sucedió en un viaje que hice a Ginebra, con unos amigos españoles y latinoamericanos…”.

lunes, 18 de mayo de 2020

La vida y el futuro en La muerte previa. Entrevista al novelista Aurelio Pizarro



La vida y el futuro en La muerte previa. Entrevista al novelista Aurelio Pizarro


Por. Iván Darío Fontalvo

Todo empezó con un reportaje fenomenal que el maestro Julio Olaciregui escribió para El Espectador pocos días después del lanzamiento del libro. De repente, Aurelio Pizarro, el gran narrador, se encontró con el descomunal reconocimiento de lectores maravillados. El libro empezó a venderse en Amazon y gente de todo el mundo pudo descargarlo gracias a las maravillas de la tecnología. Otros grandes, como Ramón Molinares y Pedro Ugarte, hicieron críticas siempre ventajosas sobre aquella novela de doscientas treinta páginas que llevaba el pertinente título de La muerte previa.

Dije que todo empezó con el reportaje de Olaciregui y, en lo que al reconocimiento se refiere, es cierto. Pero como el mismo título del texto lo sugiere, los cimientos de esta novela ardua se fijaron antes ―muchos años antes, a decir verdad―, cuando el escritor vagaba por Europa buscando el camino universal de sus letras. Del libro se ha hablado bastante y se seguirá hablando por mucho tiempo (una columna del sociólogo Pedro Conrado se ha publicado recientemente en el mítico rotativo de la costa,Diario del Caribe, por ejemplo). Es curioso que muchas veces la fuerza propia de una obra acabe por sobrepasarel nombre de su arquitecto, y, aunque no es esta una circunstancia del todo indeseable, en este espacio pretendemos conocer al autor en relación con su más reciente libro, por supuesto, pero, sobre todo,en relación conelresto de su obra. Veamos lo que tiene para contarnos Aurelio Pizarro al respecto.

Iván Darío Fontalvo (I.F.): Arranquemos con la pregunta cliché e incómoda: ¿quién es Aurelio y qué camino lo ha traído hasta aquí?

Aurelio Pizarro (A.P.): Bueno, Aurelio Pizarro es un caribeño cualquiera que, sin embargo, tuvo la buena fortuna de nacer en Santo Tomás, un pueblo que desde la época de la colonia ha liderado las inquietudes intelectuales y artísticas del departamento y que inocula, casi que congénitamente, en todos sus hijos, el germen de la pasión por la cultura. No en vano, desde que fue capitanía del partido de Tierradentro, allá por el siglo XVIII, ha habido siempre por aquí curas y escuelas, y la fundación del Colegio Oriental ejerció una profunda transformación no sólo en el departamento, sino en toda la región. Yo, como la mayoría de mis coterráneos, no pude escapar a la virulencia de ese germen y no tuve, por tanto, más opción que la de transitar ese camino que desde muy temprana edad empezó a resolverse en forma de historias y de versos.

I.F.:Ya que mencionasese influjo artístico,¿qué puedes decir de tus predecesores en la rama?

A.P.:Que han sido determinantes y que ese influjo se remonta a mis primeros días. A mi abuelo (Aurelio Pizarro Cabarcas), por ejemplo,lo recuerdo —ya en mi primera infancia— representando comedias de carnaval junto a Juancho Manuela, a Alfredo Herrera y aToño Pizarro. Más adelante, en los años previos a la adolescencia, fui testigo de las gestas poéticas de Manuel Eusebio Salcedo y de Julián Acosta Varela. Y ya en el bachillerato tuve el privilegio de tener como profesores a Ramón Molinares y a Pedro Conrado, y de cultivar la amistad con el poeta Tito Mejía quien fue uno de mis ídolos de infancia ya que era una de las más fulgurantes estrellas de la radio en toda la costa. Con estos últimos hicimos una buena gallada —cosa que les agradezco ya que, a pesar de que entre ellos y yo existe más de una generación de distancia, siempre me trataron como a uno de los suyos—.A esta gallada pertenecen también los enormes poetas Julio Lara Orozco (el famoso poeta Lara que aparece en La muerte previa), Frensis Isaac Salcedo quien a su vez cultivaba el periodismo y Tatiana Guardiola que empezaba a hacer sus primeros pinitos.

I.F.: La muerte previa es tu libro más reciente, una especie de thrilleren el cual su protagonista persigue la resolución de un misterio que hizo pedazos su reputación. ¿De dónde nace la idea?

A.P.: En realidad, La muerte previa está basada en un hecho real que tuvo lugar antes de que yo naciera. Un hecho que removió los cimientos del municipio hasta su mismísimo tuétano. Es la historia de Dorina María Barandica, una mujer de una familia distinguida que, en efecto, allá por el año 63 o 64 del siglo pasado, decidió misteriosamente encerrarseen su casa. El hecho generó toda suerte de especulaciones ante las cuales ella se mantuvo siempre hermética. Cuando conocí esa historia, a través de Leda —a quien dedico la novela, al tiempo que ala propia Dorina— supe que por mucho tiempo no iba a poder quitármela de la cabeza. Intenté escribir en ese momento una especie de cuento largo o nouvelle en la que gasté angustias e innumerables noches de insomnio, pero(creo que, por lo prematuro del momento, pues tenía entonces dieciséis o diecisiete años) los resultados fueron siempre fallidos. Me dediqué a escribir otras cosas, entre ellas los primeros cuentos deFantasmas de este mundo, cuatro de los cuales aparecieron publicados en el colectivo Visionarios,y algunos cuentos sueltos de El espejo infinito. Sin embargo, nunca pude abandonar la pasión por esa historia. Podría decirse que prolongué, desde entonces, una etapa de callada documentación en la que la ansiedad y la curiosidad nunca me abandonaron. No fue hasta mi llegada a Europa —quizás al tercer o cuarto año de estar allá—  cuando pude acometer la historia con la fuerza que deseaba. Allí, tanto el distanciamiento como el descubrimiento de nuevas lecturas, me abrió definitivamente las puertas para pespuntear la historia que quería. A partir de ese momento la ejecución de la novela se hizo imparable.

I.F.: La historia dio vueltas en tu cabeza por más de veinte años; ¿por qué crees que resultó tan insidiosa y por qué crees que necesitaste tanto tiempo para decidirte a escribirla? ¿Tiene algo que ver con tus preocupaciones artísticas o son meras coincidencias del flujo cuántico?

A.P.: Estoy convencido de que se debe, sin duda, a eso que yo he decidido llamar el flujo cuántico. Las preocupaciones artísticas estuvieron siempre ahí, pero las corrientes no les eran propicias. Creo profundamente en las explicaciones de la mecánica cuántica, las estoy abordando con considerable rigor y cada vez me convenzo más de que en ellas se hallan la resolución de muchos misterios fantásticos de nuestra vida. Eso que otros explican a través de la fe, de la causalidad o del azar, tiene para mí un desenlace más coherente a través de la física cuántica.

I.F.: Mencioné adrede la noción de la cuántica que predican autores como Houellebecq para preguntarte ahora: ¿qué autores en particular te han influenciado en esta obra y en tu larga carrera como narrador?

A.P.: Yo creo que el autor que más me ha influenciado es, sin duda alguna, Jorge Luis Borges. Con el añadido de que mi admiración hacia él no se limita sólo a su obra, sino a su vida misma, a su proceso de formación. Esto trajo a mí sus recomendaciones literarias desde muy temprana edad. A través de él descubrí a autores que de otro modo no habría descubierto, al menos a esa edad. Entre ellos, te podría mencionar, por ejemplo, a Shaw, a De Quincey, a Chesterton, a Faulkner, a Henri Michaux… No incluyo en esta lista a Virgilio, a Kafka, a Poe, a Dostoievski o a Quevedo, porque, aun cuando los leí bajo la influencia borgesiana, a ellos de todas formas los iba a descubrir en las lecturas del bachillerato. No te puedo ocultar, sin embargo, que dentro de los autores de los últimos años, sigo con cierta devoción a Houellebecq, a pesar de las diferencias estilísticas que existen entre su narrativa y la mía.

I.F.:Al final, hablaremos de recomendaciones para nuestros lectores. Ahora quiero que me cuentes sobre la disyuntiva contextual presente en La muerte previa. Santa Villa de los Mares (lugar donde se desarrolla la historia) es una ciudad imaginaria que en ocasiones parece ubicada en alguna costa española y que luego se transfigura y se parece a Santo Tomás, el pueblo del que provienes.¿Qué pretendías con este ejercicio de evocación?

A.P.: Sentirme en consonancia con mi propia realidad. Soy consciente de que cuando surgió el fenómeno del Boom los escritores del lado de acá —para seguir la propuesta cortazariana— estatuyeron, casi que como una obligación moral y política, el hecho de hacer una literatura con lenguaje regional, tildando de presuntuosos a aquellos escritores que dejaban ver una literatura más europea. Pero para el momento en que escribí La muerte previa,esta especie de prejuicio había empezado a desparecer. Hoy en día, con la globalización, casi se podría decir que se ha extinguido. En tal sentido, yo no me sentí afectado por ese prejuicio y simplemente deje fluir las cosas, las describí a tono con la realidad que vivía en ese momento. Es así que Santa Villa de los Mares resultó siendo un híbrido entre Santo Tomás y Laredo —el pueblo cantábrico al que todos los que vivíamos en Bilbao nos íbamos a pasar los fines de semana— y Morantes, el protagonista, vive sus aventuras en Atenas, en Viena o en Rennes, tal como me tocó vivirlas a mí en aquel instante.

I.F.: Apropósito de eso, como escritor del Caribe, ¿te identificas con el rótulo o sientes que lo evades?

A.P.: A pesar de la respuesta anterior, me identifico plenamente como un escritor del Caribe. Soy en esencia un hombre caribe y los casi veinte años que viví en Europa no pueden cambiar —ni siquiera mínimamente—esa circunstancia. De hecho,si haces un análisis del ritmo narrativo de La muerte previa encontrarás la cadencia de la música caribeña. No en vano, como bien sabes, además de ser escritor, soy músico y tengo bien claro nuestro manejo de los tempos.

I.F.: Tienes un modo de narrar con el cual describes de manera detallada y expresiva hasta la situación más simple.¿Qué lugar ocupa el lenguaje en tu estilo? ¿Es tu primera preocupación en el proceso de construcción de tus obras?

A.P.: Volvemos a Borges. El lenguaje lo es todo. Cuando escribes, por más que creas que estás diciendo algo novedoso, siempre estarás contando algo que ya ha sido contado, estarás diciendo algo que ya ha sido dicho. De modo que lo único que interesa es la forma en la que lo digas, la estrategia de la que te valgas para contarlo. Sin embargo, la globalización ha convertido esa verdad literaria en una paradoja; una paradoja que se deriva de las nuevas tecnologías y de la democratización de la literatura. La internet, ha desatado una oleada tremenda de escritores—de miles, millones, de escritores— que hunden las raíces de su formación en el cine. Lo audiovisual, es más fácil de digerir que lo escrito. Esto ha condicionado a los lectores y por ende a la industria editorial. Ante ese panorama, es casi suicida hacer experimentos narrativos. A la mayoría de los lectores lo que les interesa son las películas y las editoriales, en consecuencia, lo que les exigea sus escritoresson guiones de cine. Por eso la mayoría de escritores de hoy en día han terminado escribiendo con la misma técnica narrativa: frases cortas y poca profundización en la psiquis de los personajes. Eso casi que te garantiza el éxito en la industria, que no necesariamente equivale —que casi nunca equivale— al éxito literario. 

I.F.:Hablemos de Morantes y de Anaísa, protagonistas principales de La muerte previa. Percibo una preocupación evidente por resaltar sus estados de ansiedad y angustia. Este tipo de descripción sofocante y minuciosa creo que es el rasgo distintivo del thriller. ¿Cómo concebiste esa atmósfera que no concede respiro?

A.P.: La muerte previaes una novela que pretende ahondar en la psicología de los personajes. Si aunamos eso a lo que tú dices, podríamos catalogarla como un thriller psicológico. No hay otra manera de escribir un thriller psicológico, que haciendo parte de él. Yo hice el ejercicio de meterme en la cabeza de los personajes y, aun a riesgo de mi salud mental, viví con ellos sus venturas y desventuras. De ese estado de sofocante ansiedad con la que yopercibía sus vidas, creo que se deriva esa atmósfera que tú catalogas —para mi regocijo— como una atmósfera que no concede respiro.

I.F.: A propósito de ese estilo tan depurado y deslumbrante, con descripciones tan profundas y bellas, ¿puedes decirnos si crees que el texto requiere del lector cierto nivel de intelectualidad superior?

A.P.: Creo que no. Cualquier lector de mi generación o de la generación que le sigue a la mía, aun cuando no tenga el hábito de la lectura, puede leerla perfectamente. El problema se nos viene cuando hablamos de los millennials para acá. Ahí la cosa se nos complica, porque los códigos que ellos manejan son los de la civilización del espectáculo —como diría Vargas Llosa—y eso nos obligaría a terminar escribiendo con abreviaturas y emoticonos, concesión hasta la queno creo que debamos llegar. Aun con todo —y creo que en ese sentido va tu pregunta—, he de reconocer que ésta, al ser mi primera novela, es, sin duda alguna, la más barroca y por lo tanto la menos fluida de todas las que he escrito; pero tampoco creo que exija del lector altos conocimientos de literatura.

I.F.: Ya que hablamos de lecturas, ¿podrías recomendarles a nuestros lectores libros que te hayan marcado y que consideres indispensables en el crecimiento personal del individuo?

A.P.: Por supuesto. Aunque te haré una lista arbitraria e inconexa, que obedece a gustos personales y que no necesariamente coincide con los catálogos de mejores obras. En ese sentido, recomendaré: todo Borges; El proceso, de Kafka; La señora Dalloway, de Virginia Wolf; laDivina comedia, de Dante;La vida breve, de Onetti;Las palmeras salvajes, de Faulkner; Trapos al sol, de Olaciregui; El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez; Ceremonias, de Julio Cortázar;Los crímenes de la calle Morgue, de Poe;Los cuerpos de las nadadoras, de Ugarte; Las partículas elementales, deHouellebecq; Un hombre destinado a mentir, de Molinares; cualquier cosa de Wilde o de Cheever; la Odisea, de Homero; Dublineses, deJoyce; Pigmalión, de Bernard Shaw y elQuijote, de Cervantes… Y paro de contar porque la lista sería larga.

I.F.: Por último, Aurelio, sabiendo que para los lectores no hay un libro más importante que el siguiente y que la situación coyuntural con la COVID-19 de seguro supondrá un reto para la industria (hay que prepararse para la avalancha de literatura y cine post-pandemia), ¿puedes decirnos qué leeremos de ti próximamente?

A.P.:Ahora mismo estoy terminando de corregir una novela que se llama Los infiernos mansos y que cierra la historia de los cuadernos del bisabuelo De Roux. Pero ya tengo listas para la imprenta dos novelas anteriores: El laberinto todavía, un texto de casi quinientas páginas en el que trabajé durante cuatro años y que continua con la historia de los cuadernos del bisabuelo,y Epístolas del ángel caído, una novela epistolar que ahonda en la época del paramilitarismo en Colombia. Como ves, soy un escritor que se marca sus propios tiempos y que no vive al dictado ni de las modas ni de la industria. Ahí están las novelas y se publicarán cuando lo determine el flujo cuántico, como al final sucede con todas las cosas.

Iván Darío Fontalvo

Escritor. Ganador del IV concurso nacional de novela UIS (2019). Finalista del Premio Nacional de Novela Nuevas Voces Emecé- IDARTES (2018) y del Premio Nacional de Novela Ciudad de Bogotá (2019).