martes, 21 de noviembre de 2017

Justicia del tiempo


Justicia del tiempo
Por Aurelio Pizarro


         Veo un documental sobre antropología —en una de las pocas pausas que nos concede la mediocridad cada vez más insaciable de la televisión— y no puedo evitar sentir, de pronto, una grata sensación de alivio, de esperanza de que no todas las injusticias quedarán por siempre en el olvido. Hablan de momias, de ese admirable empecinamiento de la carne contra la putrefacción, contra el germen de la destrucción física y del olvido. Han descubierto a un hombre que vivió hace más de tres mil años y su estado de conservación es envidiable; su piel patinada por el tiempo y algunos mechones de pelo adheridos aún al cráneo producen la siniestra impresión de que todavía estuviera vivo. A partir de restos de fieltro, de unas abarcas de cuero y de un hacha pequeña hallados a su lado, los acuciosos científicos determinan su oficio, el estatus que ocupaba en la comunidad en la que vivía y hasta las posibles razones por las que se hallaba en ese sitio tan distante del suyo y que le llevaron a morir entre el hielo, a más de tres mil metros de altura. Un examen más minucioso revela que había ingerido semillas de trigo y carne de rumiante, por lo que se deduce que había estado en contacto, antes de subir, con alguna tribu o colectivo que se dedicaba al cultivo y a la cría de ganado en las cercanías de la ladera. Buscaba al parecer llegar al otro lado de la montaña, en cuyo lugar —según indica otro hallazgo de fósiles y de restos de viviendas primitivas—, existió una tribu más o menos por esa época.
         Pero es un examen criminológico el que hace surgir un conturbador misterio que tal vez nunca sea resuelto a ojos de la ciencia o de los últimos avances de la antropología y de la medicina forense y para cuyo desvelamiento quizás sólo sean eficaces los pálpitos de la imaginación y de la clarividencia: fue hallada, a la altura de la yugular, una herida considerable hecha presumiblemente con un hacha o con un cuchillo de piedra, y uno se pregunta, de pronto, qué motivos o qué juego de confabulaciones podrían llevar a un hombre primitivo a acabar así, tan furtiva y salvajemente, con la vida de otro. ¿Qué tramaba? ¿A qué temía? ¿Qué quería lograr? Probablemente —afirman algunos— impedir que la víctima llegara hasta esa tribu, al otro lado de la montaña. De ser así: ¿Qué iba a buscar aquel hombre a esa tribu? ¿Formaba el asesino parte de ésta y pretendía protegerla o era miembro de algún otro inquietante grupo y lo que quería era evitar a toda costa aquel encuentro? Esas respuestas quizás nunca las obtengamos y a lo mejor sean menos misteriosas de lo que desearíamos, pero la recompensa que nos deja aquella investigación es mucho más conmovedora, mucho más reconfortante: es el descubrimiento mismo del asesinato. Nunca imaginó el asesino, en el momento de hundir el cuchillo o el hacha en el cuello de su víctima que los mecanismos de la naturaleza y del destino irían a conjugarse en su contra para conservar intacta la huella de su delito y para que miles de años después ésta fuese expuesta en la vitrina de un museo con ese aire de ironía que ya para siempre haría de su acto un horror irreparable.

         Quizás él moriría esa misma tarde, de inanición o de frío, quizás al año siguiente o treinta o cuarenta años después, imaginando que se llevaba consigo la evidencia de su crimen, los rescoldos de un secreto que ya nunca iba a ser descubierto por nadie. Pero las vidas son efímeras y no las consecuencias de los actos; nos lo enseñan cada día las dictaduras: mientras se mantienen en pie amparan a sus verdugos con el manto de una aparentemente eterna impunidad y éstos se regodean en la sangre, en el horror, en la macabra fiesta de la tortura y de los miembros mutilados, hasta que un guiño del destino —entre los que no se excluye la muerte— les arrebata el poder y todo empieza a desmoronarse, como un castillo de naipes. Tal vez jamás se pasó por la mente de Franco, de Hitler o de Pinochet —o de Ratko Mladik, quien acaba de ser condenado a cadena perpetua—, que sus vidas no sólo serían lujo y explayadas manifestaciones de veneración o miedo, que, por más que se sintieran levitar o que con sus rituales ególatras llegaran a creerse a salvo de todo atisbo de justicia, tarde o temprano algún incidente casual iría a dejar al descubierto su catálogo de atrocidades, esa ristra de excesos que para lo único que les serviría, al final, sería para dejarles en la triste evidencia de la insignificancia, para dejar sentado ya para toda la eternidad que sus efímeras existencias no fueron más que una vulgaridad, una triste insolencia con la que engrosaron el acervo del desmesurado e incesante museo de los horrores del tiempo.  

Unas palabras para empezar


Unas palabras para empezar
Por Aurelio Pizarro






Inauguro este blog, hoy 21 de noviembre de 2017, con el fin de darle salida a esas inquietudes existenciales que suelen corroer a aquel tipo de hombre que, como la mayoría de los  de mi generación, creció al amparo de un modo de vida y de unas aspiraciones culturales más o menos ambiciosas y que con la aparición de las nuevas tecnologías y la consiguiente expansión de la civilización del espectáculo se vio de repente azorado por la casi asfixiante imposición de tener que aprender a vivir de nuevo. Aspiro a que afloren en él todas esas debilidades estéticas que llenan mi día a día -entre las que no se excluye el humor, la música o nuestra chata realidad política-, pero temo que todas éstas serán involuntariamente presididas por la preocupación artística y por el vivificante universo de la literatura.
No veo, pues, mejor forma de inaugurar este espacio, que con el descorche de una buena botella de Chardonnay y con la publicación de un artículo que acabo de escribir y que da cuenta de esas preocupaciones existenciales con las que lidio todos los días. Ahora sólo aspiro a encontrarme en este pequeño rincón con amigos con los que compartir esas preocupaciones y con los que poder aprender a naufragar dignamente en esta extraña cultura en la que la nueva era tecnológica ha sumido a nuestras vidas.