Volver al pasado
Así como manejamos la idea de que el tiempo fluye en una dirección precisa y recta —hacia adelante—, de esa misma manera creemos que el comportamiento humano va evolucionando poco a poco. Miramos hacia ese pasado que imaginamos detrás y empezamos a convencernos de que con el transcurrir de los años vamos conquistando conductas que nos alejan de la caverna, formas de proceder que van aumentando la distancia que pensamos que existe entre nosotros y el resto de animales. Nos horrorizamos, por ejemplo, al recordar la época de la esclavitud, el inicio de las sangrientas guerras civiles en Colombia o las imaginativas crueldades de los nazis, y esos cinco minutos de asco nos bastan para sentirnos redimidos, completamente ajenos a los bárbaros seres que incurrieron en aquellos remotos desmanes. Es esa nuestra fórmula contra el espanto: cerrar los ojos y seguir tirando hacia adelante. Y en cuanto al concepto del tiempo está bien que lo hagamos así, porque si abrimos lo ojos nos topamos con teorías para todos los gustos, desde la de Heráclito que sentenció que todo a nuestro alrededor se encontraba en un estado de constante fluir, hasta la de la mecánica cuántica que plantea que el tiempo es estático y la sensación de su flujo no es más que una mera abstracción de nuestra mente. De manera que en ese caso lo mejor es seguir haciendo lo que hemos hecho desde niños: pensar que existe un pasado, un presente y un futuro. Al menos para no sucumbir a la locura; bien decía San Agustín: “¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Si me lo preguntan, no tengo ni idea”.
En lo que respecta a la evolución del comportamiento humano, sin embargo, ahí sí creo que nadie tenga dudas: no hemos avanzado ni un milímetro. Y es que a la mezquina propuesta que Felipe VI le hizo hace unos días a la aristocracia española y que nos devolvió de un plumazo a la mismísima Edad Media —donar leche y aceite de oliva para acallar el descontento del pueblo raso—, se le une ahora el caso de George Floyd, el afroamericano que acaba de morir a manos de cuatro policías blancos en Estados Unidos. Bueno, a decir verdad, se trata de tres policías blancos y uno chino, pero para el caso es lo mismo porque no quiero referirme al hecho en sí, que bastante tinta ha derramado ya sobre las pantallas virtuales del mundo. A lo que quiero hacer referencia es a nuestro inmovilismo, a esa patética incapacidad de avanzar como especie en nuestro proceso evolutivo. Ni siquiera quiero arremeter contra los policías que también son víctimas, unas tristes piezas más de un engranaje diabólico que no nos da tregua. Es el engranaje de nuestros propios instintos, de ese tenebroso germen de la autodestrucción que acaso nos hubiera sido inoculado desde nuestros inicios. Y sí, claro que son víctimas. Víctimas de este neofascismo en el que nadie gana. Víctimas de una sociedad que los adoctrinó para odiar al negro y para ascender en una escala de poder que ni siquiera existe. No nos hemos movido ni un milímetro y mientras no lo hagamos todos seremos víctimas. Incluido Felipe VI que no es más que un pobre actor obligado a interpretar ese mismo papel —regalar aceite de oliva, miel, leche— que desde principios del siglo XVIII viene repitiendo su familia Por supuesto, también lo es Colombia, este peripatético país en el que de mejor manera se demuestra que, en realidad, el tiempo si es estático porque nos hemos quedado anclados en este eterno periodo de nuestra historia que tiene a bien llamarse la Patria Boba.
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