Justicia del tiempo
Por Aurelio Pizarro
Veo un documental sobre antropología —en una de las
pocas pausas que nos concede la mediocridad cada vez más insaciable de la
televisión— y no puedo evitar sentir, de pronto, una grata sensación de alivio, de esperanza de que no todas las injusticias quedarán por siempre en el olvido.
Hablan de momias, de ese admirable empecinamiento de la carne contra la
putrefacción, contra el germen de la destrucción física y del olvido. Han
descubierto a un hombre que vivió hace más de tres mil años y su estado de conservación
es envidiable; su piel patinada por el tiempo y algunos mechones de pelo
adheridos aún al cráneo producen la siniestra impresión de que todavía
estuviera vivo. A partir de restos de fieltro, de unas abarcas de cuero y de un
hacha pequeña hallados a su lado, los acuciosos científicos determinan su
oficio, el estatus que ocupaba en la comunidad en la que vivía y hasta las
posibles razones por las que se hallaba en ese sitio tan distante del suyo y
que le llevaron a morir entre el hielo, a más de tres mil metros de altura. Un
examen más minucioso revela que había ingerido semillas de trigo y carne de
rumiante, por lo que se deduce que había estado en contacto, antes de subir,
con alguna tribu o colectivo que se dedicaba al cultivo y a la cría de ganado en
las cercanías de la ladera. Buscaba al parecer llegar al otro lado de la
montaña, en cuyo lugar —según indica otro hallazgo de fósiles y de restos de
viviendas primitivas—, existió una tribu más o menos por esa época.
Pero es un examen criminológico el que
hace surgir un conturbador misterio que tal vez nunca sea resuelto a ojos de la
ciencia o de los últimos avances de la antropología y de la medicina forense y
para cuyo desvelamiento quizás sólo sean eficaces los pálpitos de la
imaginación y de la clarividencia: fue hallada, a la altura de la yugular, una
herida considerable hecha presumiblemente con un hacha o con un cuchillo de
piedra, y uno se pregunta, de pronto, qué motivos o qué juego de
confabulaciones podrían llevar a un hombre primitivo a acabar así, tan furtiva
y salvajemente, con la vida de otro. ¿Qué tramaba? ¿A qué temía? ¿Qué quería
lograr? Probablemente —afirman algunos— impedir que la víctima llegara hasta
esa tribu, al otro lado de la montaña. De ser así: ¿Qué iba a buscar aquel
hombre a esa tribu? ¿Formaba el asesino parte de ésta y pretendía protegerla o
era miembro de algún otro inquietante grupo y lo que quería era evitar a toda
costa aquel encuentro? Esas respuestas quizás nunca las obtengamos y a lo mejor
sean menos misteriosas de lo que desearíamos, pero la recompensa que nos deja
aquella investigación es mucho más conmovedora, mucho más reconfortante: es el
descubrimiento mismo del asesinato. Nunca imaginó el asesino, en el momento de
hundir el cuchillo o el hacha en el cuello de su víctima que los mecanismos de
la naturaleza y del destino irían a conjugarse en su contra para conservar
intacta la huella de su delito y para que miles de años después ésta fuese
expuesta en la vitrina de un museo con ese aire de ironía que ya
para siempre haría de su acto un horror irreparable.
Quizás él moriría esa misma tarde, de
inanición o de frío, quizás al año siguiente o treinta o cuarenta años después,
imaginando que se llevaba consigo la evidencia de su crimen, los rescoldos de
un secreto que ya nunca iba a ser descubierto por nadie. Pero las vidas son
efímeras y no las consecuencias de los actos; nos lo enseñan cada día las
dictaduras: mientras se mantienen en pie amparan a sus verdugos con el manto de
una aparentemente eterna impunidad y éstos se regodean en la sangre, en el
horror, en la macabra fiesta de la tortura y de los miembros mutilados, hasta
que un guiño del destino —entre los que no se excluye la muerte— les arrebata
el poder y todo empieza a desmoronarse, como un castillo de naipes. Tal vez
jamás se pasó por la mente de Franco, de Hitler o de Pinochet —o de Ratko Mladik, quien acaba de ser condenado a cadena perpetua—, que sus vidas no sólo serían lujo y explayadas manifestaciones de
veneración o miedo, que, por más que se sintieran levitar o que con sus
rituales ególatras llegaran a creerse a salvo de todo atisbo de
justicia, tarde o temprano algún incidente casual iría a dejar al descubierto
su catálogo de atrocidades, esa ristra de excesos que para lo único que les
serviría, al final, sería para dejarles en la triste evidencia de la
insignificancia, para dejar sentado ya para toda la eternidad que sus efímeras
existencias no fueron más que una vulgaridad, una triste insolencia con la que
engrosaron el acervo del desmesurado e incesante museo de los horrores del
tiempo.