miércoles, 13 de diciembre de 2017
Sin la autoridad de la nostalgia
Comparto aquí el último artículo publicado por Voz de Oriente. Muy a tono con los tiempos que vivimos.
viernes, 1 de diciembre de 2017
Del metabolismo literario y otras consideraciones
Del
metabolismo literario y otras consideraciones
(¿Traspasó alguna vez García Márquez la frontera
que separa al homenaje del plagio?)
Por Aurelio Pizarro
Espuma y nada más es, quizás, la pieza literaria más conocida del escritor colombiano Hernando Téllez. Es un cuento que, además de haber sido uno de los primeros que trató el tema de la violencia en Colombia, convirtió a su autor, junto a otros grandes de la narrativa de la época —aun cuando Téllez era más bien ensayista—, como Jorge Zalamea y Germán Arciniegas, en uno de los escritores más influyente para las generaciones que le siguieron. Baste resaltar la curiosa similitud que existe entre el cuento en mención y otro de los relatos famosos que, sobre este tema, ha dado la literatura colombiana: Un día de estos, de Gabriel García Márquez.
Espuma y nada más es, quizás, la pieza literaria más conocida del escritor colombiano Hernando Téllez. Es un cuento que, además de haber sido uno de los primeros que trató el tema de la violencia en Colombia, convirtió a su autor, junto a otros grandes de la narrativa de la época —aun cuando Téllez era más bien ensayista—, como Jorge Zalamea y Germán Arciniegas, en uno de los escritores más influyente para las generaciones que le siguieron. Baste resaltar la curiosa similitud que existe entre el cuento en mención y otro de los relatos famosos que, sobre este tema, ha dado la literatura colombiana: Un día de estos, de Gabriel García Márquez.
Me he decidido a hacer esta publicación (anexando
ambos textos), precisamente por las incertidumbres que un amigo hizo despertar
en mí respecto de la tan extremada cercanía que existe entre estos dos relatos,
así como de la cercanía aún mayor que —según él— existe entre los cuentos Una rosa para Emily de William Faulkner
y La viuda de Montiel del mismo
García Márquez. Esta última y singular “cercanía”, tan inquietante como tan
poco estudiada por la crítica, espero en un futuro someterla también a su
consideración a ver qué opinión les merece.
He optado, en todo caso, por tocar este delicado
tema con cuentos de García Márquez, amparado en dos razones que nos animan a
disertar y que, pese a lo escabroso del tema, nos libran, ya de antemano, de
cualquier rescoldo de culpa que pudiera surgir en alguno de nosotros: una es la
certeza de que la obra del nobel Colombiano es ya invulnerable a cualquier tipo
de suspicacia y la otra es que sólo tratando el tema con escritores de
semejante calibre podemos llamar la atención de los jóvenes que se inician en el
intrincado terreno de la literatura y que han menester de referencias para
poder elegir y metabolizar de mejor manera sus influencias y para poder
adentrarse con pasos más seguros en este universo de las letras que, cada vez
más, se halla plagado de autores que cuentan las mismas historias, que con tal
de vender libros son capaces de rendirse a las mismas cadencias estilísticas y
a esos mórbidos clichés que, a pesar de nuestra rica tradición hispánica, se
hallan tan lamentablemente de moda en nuestros días.
Aquí los dos cuentos:
Espuma y nada más
Hernando Téllez
No saludó al entrar. Yo estaba repasando sobre una badana la mejor de
mis navajas y, cuando lo reconocí, me puse a temblar. Pero él no se dio cuenta.
Para disimular, continué repasando la hoja. La probé luego sobre la yema del
dedo gordo y volví a mirarla contra la luz. En ese instante se quitaba el
cinturón ribeteado de balas de donde pendía la funda de la pistola. Lo colgó de
uno de los clavos del ropero y encima colocó el quepis. Volvió completamente el
cuerpo para hablarme y, deshaciendo el nudo de la corbata, me dijo:
—Hace un calor de todos los demonios. Aféiteme.
Y se sentó en la silla. Le calculé cuatro días de barba. Los cuatro
días de la última excursión en busca de los nuestros. El rostro aparecía
quemado, curtido por el sol. Me puse a preparar minuciosamente el jabón. Corté
unas rebanadas de la pasta, dejándolas caer en el recipiente, mezclé un poco de
agua tibia y con la brocha empecé a revolver. Pronto subió la espuma.
—Los muchachos de la tropa deben tener tanta barba como yo.
Seguí batiendo la espuma.
—Pero nos fue bien, ¿sabe? Pescamos a los principales. Unos vienen
muertos y otros todavía viven. Pero pronto estarán todos muertos.
—¿Cuántos cogieron? —pregunté.
—Catorce. Tuvimos que internarnos bastante para dar con ellos. Pero ya
la están pagando. Y no se salvará ni uno, ni uno.
Se echó para atrás en la silla al verme la brocha en la mano, rebosante
de espuma Faltaba ponerle la sábana. Ciertamente yo estaba aturdido. Extraje
del cajón una sábana y la anudé al cuello de mi cliente. El no cesaba de
hablar. Suponía que yo era uno de los partidarios del orden.
—El pueblo habrá escarmentado con lo del otro día —dijo.
—Sí —repuse mientras concluía de hacer el nudo sobre la oscura nuca,
olorosa a sudor.
—¿Estuvo bueno, verdad?
—Muy bueno —contesté mientras regresaba a la brocha.
El hombre cerró los ojos con un gesto de fatiga y esperó así la fresca
caricia del jabón. Jamás lo había tenido tan cerca de mí. El día en que ordenó
que el pueblo desfilara por el patio de la escuela para ver a los cuatro
rebeldes allí colgados, me crucé con él un instante. Pero el espectáculo de los
cuerpos mutilados me impedía fijarme en el rostro del hombre que lo dirigía
todo y que ahora iba a tomar en mis manos. No era un rostro desagradable,
ciertamente. Y la barba, envejeciéndolo un poco, no le caía mal. Se llamaba
Torres. El capitán Torres. Un hombre con imaginación, porque ¿a quién se le
había ocurrido antes colgar a los rebeldes desnudos y luego ensayar sobre
determinados sitios del cuerpo una mutilación a bala? Empecé a extender la
primera capa de jabón. El seguía con los ojos cerrados.
—De buena gana me iría a dormir un poco —dijo—, pero esta tarde hay
mucho qué hacer.
Retiré la brocha y pregunté con aire falsamente desinteresado:
—¿Fusilamiento?
—Algo por el estilo, pero más lento —respondió.
—¿Todos?
—No. Unos cuantos apenas.
Reanudé de nuevo la tarea de enjabonarle la barba. Otra vez me
temblaban las manos. El hombre no podía darse cuenta de ello y ésa era mi
ventaja. Pero yo hubiera querido que él no viniera. Probablemente muchos de los
nuestros lo habrían visto entrar. Y el enemigo en la casa impone condiciones.
Yo tendría que afeitar esa barba como cualquiera otra, con cuidado, con esmero,
como la de un buen parroquiano, cuidando de que ni por un solo poro fuese a
brotar una gota de sangre. Cuidando de que en los pequeños remolinos no se
desviara la hoja. Cuidando de que la piel, quedara limpia, templada, pulida, y
de que al pasar el dorso de mi mano por ella, sintiera la superficie sin un
pelo. Sí. Yo era un revolucionario clandestino, pero era también un barbero de
conciencia, orgulloso de la pulcritud en su oficio. Y esa barba de cuatro días
se prestaba para una buena faena.
Tomé la navaja, levanté en ángulo oblicuo las dos cachas, dejé libre la
hoja y empecé la tarea, de una de las patillas hacia abajo. La hoja respondía a
la perfección. El pelo se presentaba indócil y duro, no muy crecido, pero
compacto. La piel iba apareciendo poco a poco. Sonaba la hoja con su ruido
característico, y sobre ella crecían los grumos de jabón mezclados con trocitos
de pelo. Hice una pausa para limpiarla, tomé la badana, de nuevo yo me puse a
asentar el acero, porque soy un barbero que hace bien sus cosas. El hombre que
había mantenido los ojos cerrados, los abrió, sacó una de las manos por encima
de la sábana, se palpó la zona del rostro que empezaba a quedar libre de jabón,
y me dijo:
—Venga usted a las seis, esta tarde, a la Escuela.
—¿Lo mismo del otro día —le pregunté horrorizado.
—Puede que resulte mejor —respondió.
—¿Qué piensa usted hacer?
—No sé todavía. Pero nos divertiremos.
Otra vez se echó hacia atrás y cerró los ojos. Yo me acerqué con la
navaja en alto.
—¿Piensa castigarlos a todos? —aventuré tímidamente.
—A todos.
El jabón se secaba sobre la cara. Debía apresurarme. Por el espejo, miré
hacia la calle. Lo mismo de siempre: la tienda de víveres y en ella dos o tres
compradores. Luego miré el reloj: las dos y veinte de la tarde. La navaja
seguía descendiendo. Ahora de la otra patilla hacia abajo. Una barba azul,
cerrada. Debía dejársela crecer como algunos poetas o como algunos sacerdotes.
Le quedaría bien. Muchos no lo reconocerían. Y mejor para él, pensé, mientras
trataba de pulir suavemente todo el sector del cuello, porque allí sí que debía
manejar con habilidad la hoja, pues el pelo, aunque es agraz, se enredaba en
pequeños remolinos. Una barba crespa. Los poros podían abrirse, diminutos, y
soltar su perla de sangre. Un buen barbero como yo finca su orgullo en que eso
no ocurra a ningún cliente. Y éste era un cliente de calidad. ¿A cuántos de los
nuestros había ordenado matar? ¿A cuántos de los nuestros había ordenado que
los mutilaran? Mejor no pensarlo. Torres no sabía que yo era un enemigo. No lo
sabía él ni lo sabían los demás. Se trataba de un secreto entre muy pocos,
precisamente para que yo pudiese informar a los revolucionarios de lo que
Torres estaba haciendo en el pueblo y de lo que proyectaba hacer cada vez que
emprendía una excursión para cazar revolucionarios. Iba a ser, pues, muy
difícil explicar que yo lo tuve entre mis manos y lo dejé ir tranquilamente,
vivo y afeitado.
La barba le había desaparecido casi completamente. Parecía más joven,
con menos años de los que llevaba a cuestas cuando entró. Yo supongo que eso
ocurre siempre con los hombres que entran y salen de las peluquerías. Bajo el
golpe de mi navaja Torres rejuvenecía, sí; porque yo soy un buen barbero, el
mejor de este pueblo, lo digo sin vanidad. Un poco más de jabón, aquí, bajo la
barbilla, sobre la manzana, sobre esta gran vena. ¡Qué calor! Torres debe estar
sudando como yo. Pero él no tiene miedo. Es un hombre sereno que ni siquiera
piensa en lo que ha de hacer esta tarde con los prisioneros. En cambio yo, con
esta navaja entre las manos, puliendo y puliendo esta piel, evitando que brote
sangre de estos poros, cuidando todo golpe, no puedo pensar serenamente.
Maldita la hora en que vino, porque yo soy un revolucionario pero no soy un
asesino. Y tan fácil como resultaría matarlo. Y lo merece. ¿Lo merece? No, ¡qué
diablos! Nadie merece que los demás hagan el sacrificio de convertirse en
asesinos. ¿Qué se gana con ello? Pues nada. Vienen otros y otros y los primeros
matan a los segundos y éstos a los terceros y siguen y siguen hasta que todo es
un mar de sangre. Yo podría cortar este cuello, así, ¡zas! No le daría tiempo
de quejarse y como tiene los ojos cerrados no vería ni el brillo de la navaja
ni el brillo de mis ojos. Pero estoy temblando como un verdadero asesino. De
ese cuello brotaría un chorro de sangre sobre la sábana, sobre la silla, sobre
mis manos, sobre el suelo. Tendría que cerrar la puerta. Y la sangre seguiría
corriendo por el piso, tibia, imborrable, incontenible, hasta la calle, como un
pequeño arroyo escarlata. Estoy seguro de que un golpe fuerte, una honda
incisión, le evitaría todo dolor. No sufriría. ¿Y qué hacer con el cuerpo?
¿Dónde ocultarlo? Yo tendría que huir, dejar estas cosas, refugiarme lejos,
bien lejos. Pero me perseguirían hasta dar conmigo. “El asesino del Capitán
Torres. Lo degolló mientras le afeitaba la barba. Una cobardía”. Y por otro
lado: “El vengador de los nuestros. Un nombre para recordar (aquí mi nombre).
Era el barbero del pueblo. Nadie sabía que él defendía nuestra causa...” ¿Y
qué? ¿Asesino o héroe? Del filo de esta navaja depende mi destino. Puedo
inclinar un poco más la mano, apoyar un poco más la hoja, y hundirla. La piel
cederá como la seda, como el caucho, como la badana. No hay nada más tierno que
la piel del hombre y la sangre siempre está ahí, lista a brotar. Una navaja
como ésta no traiciona. Es la mejor de mis navajas. Pero yo no quiero ser un
asesino. ¡No señor! Usted vino para que yo lo afeitara y yo cumplo honradamente
con mi trabajo. No quiero mancharme de sangre. De espuma y nada más. Usted es
un verdugo y yo no soy más que un barbero. Y cada cual en su puesto. Eso es.
Cada cual en su puesto.
La barba había quedado limpia, pulida y templada. El hombre se
incorporó para mirarse en el espejo. Se pasó las manos por la piel y la sintió
fresca y nuevecita.
—Gracias —dijo.
Se dirigió al ropero en busca del cinturón, de la pistola y del quepis.
Yo debía estar muy pálido y sentía la camisa empapada. Torres concluyó de
ajustar la hebilla, rectificó la posición de la pistola en la funda y, luego de
alisarse maquinalmente los cabellos, se puso el quepis. Del bolsillo del
pantalón extrajo unas monedas para pagarme el importe del servicio. Y empezó a
caminar hacia la puerta. En el umbral se detuvo un segundo y volviéndose me
dijo:
—Me habían dicho que usted me mataría. Vine para comprobarlo. Pero
matar no es fácil. Yo sé por qué se lo digo.
Y siguió calle abajo.
Un día de estos
Gabriel García Márquez
El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin
título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una
dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un
puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición.
Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y
los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una
mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los
sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el
sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar
en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso
cuando no se servía de ella.
Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y
vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa
vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a
llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.
—Papá
—Qué
—Dice el alcalde que si le sacas una muela.
—Dile que no estoy.
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y
lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar
su hijo.
—Dice que sí estás porque te está oyendo.
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa
con los trabajos terminados, dijo:
—Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las
cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.
—Papá.
—Qué.
Aún no había cambiado de expresión.
—Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de
pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta
inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
—Bueno —dijo—. Dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano
apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había
afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una
barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de
desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:
—Siéntese.
—Buenos días -dijo el alcalde.
—Buenos —dijo el dentista.
Mientras hervía el instrumental, el alcalde apoyó el cráneo en el
cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un
gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal y una vidriera con
pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la
altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde
afirmó los talones y abrió la boca. Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia
la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una
cautelosa presión de los dedos.
—Tiene que ser sin anestesia —dijo.
—¿Por qué?
—Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
—Está bien —dijo, y trató de sonreír.
El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola
con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías,
todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y
fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero
el alcalde no lo perdió de vista.
Era un cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela
con el gatillo caliente.
El alcalde se agarró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza
en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro.
El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura,
dijo:
—Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se
llenaron de lágrimas.
Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través
de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la
tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera,
sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en
el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
—Séquese las lágrimas —dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba
las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos
de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos.
“Acuéstese”, dijo, “y haga buches de agua de sal”. El alcalde se puso de pie,
se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta
estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
—Me pasa la cuenta —dijo.
—¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red
metálica:
—Es la misma vaina.
Esperamos comentarios.
martes, 21 de noviembre de 2017
Justicia del tiempo
Justicia del tiempo
Por Aurelio Pizarro
Veo un documental sobre antropología —en una de las
pocas pausas que nos concede la mediocridad cada vez más insaciable de la
televisión— y no puedo evitar sentir, de pronto, una grata sensación de alivio, de esperanza de que no todas las injusticias quedarán por siempre en el olvido.
Hablan de momias, de ese admirable empecinamiento de la carne contra la
putrefacción, contra el germen de la destrucción física y del olvido. Han
descubierto a un hombre que vivió hace más de tres mil años y su estado de conservación
es envidiable; su piel patinada por el tiempo y algunos mechones de pelo
adheridos aún al cráneo producen la siniestra impresión de que todavía
estuviera vivo. A partir de restos de fieltro, de unas abarcas de cuero y de un
hacha pequeña hallados a su lado, los acuciosos científicos determinan su
oficio, el estatus que ocupaba en la comunidad en la que vivía y hasta las
posibles razones por las que se hallaba en ese sitio tan distante del suyo y
que le llevaron a morir entre el hielo, a más de tres mil metros de altura. Un
examen más minucioso revela que había ingerido semillas de trigo y carne de
rumiante, por lo que se deduce que había estado en contacto, antes de subir,
con alguna tribu o colectivo que se dedicaba al cultivo y a la cría de ganado en
las cercanías de la ladera. Buscaba al parecer llegar al otro lado de la
montaña, en cuyo lugar —según indica otro hallazgo de fósiles y de restos de
viviendas primitivas—, existió una tribu más o menos por esa época.
Pero es un examen criminológico el que
hace surgir un conturbador misterio que tal vez nunca sea resuelto a ojos de la
ciencia o de los últimos avances de la antropología y de la medicina forense y
para cuyo desvelamiento quizás sólo sean eficaces los pálpitos de la
imaginación y de la clarividencia: fue hallada, a la altura de la yugular, una
herida considerable hecha presumiblemente con un hacha o con un cuchillo de
piedra, y uno se pregunta, de pronto, qué motivos o qué juego de
confabulaciones podrían llevar a un hombre primitivo a acabar así, tan furtiva
y salvajemente, con la vida de otro. ¿Qué tramaba? ¿A qué temía? ¿Qué quería
lograr? Probablemente —afirman algunos— impedir que la víctima llegara hasta
esa tribu, al otro lado de la montaña. De ser así: ¿Qué iba a buscar aquel
hombre a esa tribu? ¿Formaba el asesino parte de ésta y pretendía protegerla o
era miembro de algún otro inquietante grupo y lo que quería era evitar a toda
costa aquel encuentro? Esas respuestas quizás nunca las obtengamos y a lo mejor
sean menos misteriosas de lo que desearíamos, pero la recompensa que nos deja
aquella investigación es mucho más conmovedora, mucho más reconfortante: es el
descubrimiento mismo del asesinato. Nunca imaginó el asesino, en el momento de
hundir el cuchillo o el hacha en el cuello de su víctima que los mecanismos de
la naturaleza y del destino irían a conjugarse en su contra para conservar
intacta la huella de su delito y para que miles de años después ésta fuese
expuesta en la vitrina de un museo con ese aire de ironía que ya
para siempre haría de su acto un horror irreparable.
Quizás él moriría esa misma tarde, de
inanición o de frío, quizás al año siguiente o treinta o cuarenta años después,
imaginando que se llevaba consigo la evidencia de su crimen, los rescoldos de
un secreto que ya nunca iba a ser descubierto por nadie. Pero las vidas son
efímeras y no las consecuencias de los actos; nos lo enseñan cada día las
dictaduras: mientras se mantienen en pie amparan a sus verdugos con el manto de
una aparentemente eterna impunidad y éstos se regodean en la sangre, en el
horror, en la macabra fiesta de la tortura y de los miembros mutilados, hasta
que un guiño del destino —entre los que no se excluye la muerte— les arrebata
el poder y todo empieza a desmoronarse, como un castillo de naipes. Tal vez
jamás se pasó por la mente de Franco, de Hitler o de Pinochet —o de Ratko Mladik, quien acaba de ser condenado a cadena perpetua—, que sus vidas no sólo serían lujo y explayadas manifestaciones de
veneración o miedo, que, por más que se sintieran levitar o que con sus
rituales ególatras llegaran a creerse a salvo de todo atisbo de
justicia, tarde o temprano algún incidente casual iría a dejar al descubierto
su catálogo de atrocidades, esa ristra de excesos que para lo único que les
serviría, al final, sería para dejarles en la triste evidencia de la
insignificancia, para dejar sentado ya para toda la eternidad que sus efímeras
existencias no fueron más que una vulgaridad, una triste insolencia con la que
engrosaron el acervo del desmesurado e incesante museo de los horrores del
tiempo.
Unas palabras para empezar
Unas palabras para empezar
Por Aurelio Pizarro
Inauguro este blog, hoy 21 de noviembre de 2017, con el fin de darle salida a esas inquietudes existenciales que suelen corroer a aquel tipo de hombre que, como la mayoría de los de mi generación, creció al amparo de un modo de vida y de unas aspiraciones culturales más o menos ambiciosas y que con la aparición de las nuevas tecnologías y la consiguiente expansión de la civilización del espectáculo se vio de repente azorado por la casi asfixiante imposición de tener que aprender a vivir de nuevo. Aspiro a que afloren en él todas esas debilidades estéticas que llenan mi día a día -entre las que no se excluye el humor, la música o nuestra chata realidad política-, pero temo que todas éstas serán involuntariamente presididas por la preocupación artística y por el vivificante universo de la literatura.
No veo, pues, mejor forma de inaugurar este espacio, que con el descorche de una buena botella de Chardonnay y con la publicación de un artículo que acabo de escribir y que da cuenta de esas preocupaciones existenciales con las que lidio todos los días. Ahora sólo aspiro a encontrarme en este pequeño rincón con amigos con los que compartir esas preocupaciones y con los que poder aprender a naufragar dignamente en esta extraña cultura en la que la nueva era tecnológica ha sumido a nuestras vidas.
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